La casa abandonada
“Siempre íbamos a jugar a esa casa. Nos gustaba la sensación de estar en terreno de nadie. No, no era una casa en realidad, tan sólo el reflejo de lo que en otro tiempo había sido: unas pocas paredes que luchaban contra el tiempo y que se resistían al olvido. Un edificio cuyo techo ya había colapsado hacía años y que carecía de ventanas y puertas.
A nosotros nos gustaba sentarnos en lo que decíamos que era el salón y jugar a que estábamos en otra época. Huemul se sentaba sobre una piedra, que era un inmenso sillón junto a una lámpara y comenzaba a leer toda clase de historias.
Las leía en voz alta y yo lo escuchaba con suma atención porque era muy pequeña para leer. ¡Me gustaban tanto su voz y sus historias!
Una tarde cuando llegamos a nuestro refugio un cordón de plástico con enormes letras lo cercaban por completo, y un montón de policías rodeaban nuestras queridas paredes. Un agente se hallaba sentado en el sillón pero en vez de leer, observaba el suelo y anotaba algo en una libretita mientras algunos de sus compañeros pintaban círculos rojos en las paredes.
Nos acercamos, ¿quién había invadido nuestra casa? Nos echaron a empujones. Éramos niños y no podíamos estar allí.
Les explicamos que ahí vivíamos, que nos pasábamos las tardes en esas paredes y que si había ocurrido algo con esa casa, debíamos saberlo.
—A lo mejor hasta podemos ayudarlos —había dicho Huemul osado.
El policía nos miró con una chispa de ironía en los ojos mientras nos preguntaba.
—¿Conocen a un hombre que se hace llamar Gago Cafú?
De algo nos sonaba ese nombre pero no llegábamos a saber bien cuándo, dónde ni por qué lo habíamos oído.
—No lo sé, a lo mejor si me deja verlo, puedo responderle. ¿Dónde está o qué ha hecho?— Cada vez me sorprendía más la valentía con la que mi amigo era capaz de enfrentarse a esa situación.
No nos lo dijeron. Debíamos irnos y no regresar por ahí. Finalmente nos fuimos porque amenazaron con dispararnos y muerta de miedo conseguí que Huemul recapacitara y se diera cuenta de que estaba jugando con fuego.
Estuvimos varios días, quizás meses, sin regresar a la casa. Una tarde decidimos que ya había pasado el suficiente tiempo y que podíamos volver a nuestro refugio. Así lo hicimos.
No había policías, ni cordones, ni rastros de la pintura en las paredes. Solamente encontramos a un hombre sentado que se presentó como Gago Cafú y nos pidió que compartiéramos con él ese lugar porque no tenía adónde ir.
Desde entonces, cada vez que vamos a la casa nos encontramos con él y Huemul lee cuentos para los dos: Cafú tampoco sabe leer".
Moraleja
A veces solo hace falta tiempo para entender las cosas que, en un momento dado, no logramos entender. En ocasiones la paciencia abre una gran puerta al entendimiento.
El misterioso ladrón de ladrones
“El Caco Malako, era todo un experto en el arte de robar. Nada se le resistía y era tan bueno en su oficio, que jamás lo habían capturado. Su tranquila vida, se truncó un buen día, cuando una noche, descubrió que alguien había entrado en su casa.
Muy a su pesar, decidió buscar ayuda de la policía, para encontrar al valiente, que había sido capaz de robarle en su propia casa.
Desde ese día, comenzó a sospechar de todos los vecinos, los cuales, quizás enterados de sus robos, habían decidido vengarse. Pero nada pasó en unos cuantos días, así que Malako, pensó que no volvería a repetirse.
Por desgracia para el Caco, volvieron a robarle, ayudados por la oscuridad de la noche. Sin otra solución, tuvo que regresar a la policía, que ante su tozudez, le instaló en su casa una cámara de video, para lograr identificar a ladrón, en el caso de que volviera de nuevo a su hogar.
Algo que volvió a suceder unas noches después. Gracias a la cámara, la policía pudo averiguar quién era el culpable y avisó a nuestro Caco, para que identificara a su ladrón.
Cuando el video comenzó a funcionar, el Caco Malako, se quedó muy sorprendido, el ladrón de su casa, era él mismo. Algunas noches, se levantaba sonámbulo y escondía todos los objetos de su casa, junto a los que había ido sisando a lo largo del tiempo".
Moraleja
La moraleja de este cuento policial es que todos nuestros actos tienen consecuencia, y que a veces nuestro propio enemigo somos nosotros mismos.
Paredes invisibles
“Los oficiales Roberto Andrade e Ignacio Miranda se dirigieron a una pequeña casa ubicada en un barrio de clase media alta de la ciudad.
Fueron destinados a investigar dentro de ella, porque se encontraban investigando sobre un fraude fiscal enorme, producto de la corrupción que habían perpetrado unos miembros del ayuntamiento.
A eso de las seis de la tarde, los policías llegaron a la casa. Traían consigo una orden judicial que les permitía entrar seas cuales fueran las circunstancias.
Para comenzar, Andrade y Miranda tocaron la puerta. Nadie contestó. Volvieron a tocar y escucharon unos pasos. Una linda viejecita les abrió la puerta. Los policías, amablemente, le explicaron la situación y las razones por las cuales tenían una orden de cateo para entrar a la casa.
La señora entendió la situación aunque les explicó que ella no tenía ninguna relación con las personas investigadas y que no las conocía. De cualquier manera los oficiales debían entrar, algo que la señora aceptó.
Posteriormente, los dos policías comenzaron a registrar la casa. La anciana les indicaba que no iban a encontrar nada, pues ella era la única que vivía en esa casa desde que enviudó. Sin embargo, en ningún momento interrumpió la labor policial.
―Parece que no vamos a encontrar nada, Ignacio ―le dijo Roberto Andrade. ―No se ve ningún indicio de dinero escondido, tal y como las investigaciones indicaban. Creo que esto es un fiasco ―le contestó.
Finalmente, los oficiales salieron al gran patio trasero de la casa, que a la vez era un jardín con muchos árboles.
―¿Recuerdas que el señor Vallenilla, uno de los investigados en la trama, es amante de los bonsáis? ―le preguntó Miranda a Andrade. ―Ciertamente. Es verdad.
Miranda hizo ese comentario mientras señalaba una parte del jardín lleno de bonsáis, de todo tipo. Los bonsáis estaban dispuestos por filas. Cada una de ellas tenía bonsáis de un tipo.
En una había pequeños árboles de naranja, en el otro había pequeños árboles de limón y así consecutivamente. Una de las filas que más destacaban era la de árboles tipo bonsáis que parecían auténticamente japoneses. De hecho, había varias de estas filas.
―¿Excavamos? ―preguntó Andrade. ―Por supuesto ―contestó Miranda.
Aunque no tenían herramientas para excavar en la tierra, los policías comenzaron a hurgar por los lugares donde estaban sembrados los bonsáis con la mano.
―Creo que estoy tocando algo firme ―dijo con efusividad Miranda. ―¡Muy bien!
En efecto había sido así. Les llevó un par de horas lograr desenterrar toda una gran caja que estaba sellada por los cuatro costados.
―Ahora el reto es abrirla ―afirmó Andrade.
Aunque fue bastante complicado, gracias a un martillo que los policías consiguieron, lograron romper uno de los costados de la caja.
Con mucha paciencia, fueron deshaciéndose de gran parte de una de la superficie de la caja para poder abrirla. En poco tiempo ya habían podido abrirla.
―¡Bien hecho! ―entonaron al unísono. Dentro de la caja había miles de billetes envueltos en ligas, de varias denominaciones. Se pudo constatar que dentro de la casa estaba escondido dinero.
Los oficiales cargaron la caja hasta el interior de la casa y se percataron que no había rastros de la anciana que les había abierto la puerta. No le dieron importancia a este hecho y se dispusieron a salir. Cuando intentaron hacerlo, pasó algo inverosímil, que sin duda Andrade y Miranda nunca hubiesen esperado.
―¡Hay una pared invisible! ―exclamó Miranda.
Los oficiales de policía pudieron abrir la puerta de la casa sin inconvenientes y podían ver el exterior de la casa. Sin embargo, ¡no podían salir!
―¡No entiendo qué está pasando! ―gritó Andrade.
De pronto, la dulce viejecita apareció con una mirada maquiavélica, apuntándoles con un arma.
―¡No podrán salir! Esta casa está protegida con un sistema que activa un campo electromagnético que bloquea todas sus entradas.
Rápidamente, Andrade se dispuso a sacar su arma, cuando se percató que no estaba. Miranda hizo lo mismo.
―¡Sois tan tontos que os habéis quitado las armas cuando estaban desenterrando la caja! ―gritó la vieja.
Los policías estaban impactados. No sabían qué hacer. Eran conscientes de que la vieja los había tomado por rehenes.
―¡Dejad la caja y huid, si queréis vivir!
Los dos policías se miraron de una forma cómplice y soltaron la caja. De inmediato, arrancaron a correr fuera de la casa.
―No podemos contar nada de esto en comisaría ―dijo Andrade. ―Por supuesto que no ―sentenció Miranda".
Moraleja
A veces las personas no son lo que parecen, por lo que es mejor no fiarse de los prejuicios y los estereotipos, ya que la edad o la ropa, por ejemplo, no significan nada. En profesiones como la de policía, es mejor “desconfiar hasta que se demuestre lo contrario”.
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